Sale de la habitación y deja la puerta entreabierta. No es un acto reflejo, casi nada lo es, todo gesto esconde una intención. Es la certeza inconsciente de que no va a poder irse del hospital, no hoy, que no va a ser capaz de vencer lo que la retiene allí, a los pies de esa cama día tras día, el tiempo preso de valor y belleza del que dispone y si se lo dedica. Por el contrario odia el que transcurre lejos, se le hace tan ridículo malgastar lo poco que queda… Porque es cierto, mientras hay vida hay esperanza y en ese cuarto, hasta el último latido del desgastado corazón motor del suyo, hasta que sople el aliento por más débil que lo haga habrá esperanza y quiere estar cerca por si obra el milagro y la vejez o la muerte retroceden, se arrepienten y dejan en paz a su padre. O quiere quedarse por si acaso hubiera que sostenerle la mano por última vez y dejarle irse y eso es lo que intuye hoy, lo que empieza a sentir al dejar la puerta entreabierta y avanzar por el pasillo y al tomar el ascensor hasta la planta baja y al continuar por otro pasillo aún más largo, más blanco, iluminado y ruidoso, lleno de gente que viene y va, que se debate ajena entre la vida y la muerte. Y lo siente más intensamente en el nudo que se deshace en su garganta y brota en las lágrimas que le ruedan pesadas por la cara, en la compasión que le inunda, que le crece y se le ahoga en el pecho y que cerca ya de la salida, de la entrada hacia otro mundo que se le antoja estúpido y banal, caprichoso, le hace darse la vuelta, subir por la escalera esta vez, disfrutando cada peldaño del camino al revés como hacia el cielo, de una senda distinta, empinada y difícil pero segura, pero de verdad, verdadera, que la llevan de regreso a esa puerta que, ahora sí, cierra aliviada a su espalda y la ternura la envuelve y por fin, agradecida a sus pies, está como en casa.

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