
Reivindicar a la mujer en su esencia. En su misma mismidad. En lo intrínsecamente propio. En aquello que es y no puede dejar de ser. En su centro. En el fondo de su alma, lo más profundo. Al principio y al final. Y a cada rato, cada instante. En la línea del tiempo si es que fuera lineal o cíclicamente repitiéndose en la historia pero ancestralmente única. Eterna, perpetuándose y perpetuando la especie, mejorándola. Como la verdad que se impone, en la belleza ideal, en lo éticamente bueno.
Reivindicar a las mujeres sin frontera, de aquí y de allá, del mundo, sin edad, ajenas a los límites impuestos del exterior, callar el ruido a su alrededor, cesar las voces que la niegan, los intereses que la utilizan, los gestos que la anulan, romper de un golpe las cadenas que la oprimen, la maldad que la corrompe, soltar lastres, vencer las fuerzas que la dominan, levar el ancla, verlas partir, encontrar el rumbo, navegar serenas, viajar tranquilas, levantar el vuelo, sobrevolar el cansancio, la pereza y la pobreza, la rutina, la dejadez, el hastío, el miedo y la soledad. Esquivar y desarmar la violencia. Liberarla del dolor. Desearla libre.
Reivindicar a las mujeres otra vez, una más, todas las veces en el amor y aceptar y asumir las críticas que seguro vendrán por reivindicar a las mujeres que me sé, las que conozco, las que anhelo, las que espero, las que igual no nos enseñaron a ser pero fuimos, las que queremos ser, las que somos sin remedio, las que valoro y aprecio, en las que creo, las mujeres que amo, las mujeres que aman, las del futuro y las del pasado. Las mujeres auténticas que a pesar de la oposición, que precisamente en la oposición y en la contrariedad, en el enfrentamiento, en la pena, en la cobardía, en el engaño y el desengaño, en contra del poder establecido, de la hegemónica moral se erigen victoriosas en la pequeña batalla que sobre todo se libra en su interior, de dentro a fuera y sucede generosa y mágica en lo doméstico, la cercanía, como pequeños actos de rebeldía, subversivos, sutiles pero graves actos de amor que sumados aquí y allá suponen una revolución y vencen y cambian definitivamente el destino del mundo. Que a veces trascienden y salen a la calle, golpean de puerta en puerta, corren de boca en boca, saltan de un lado a otro, derriban los muros y traspasan fronteras, transforman la sociedad y son un gran paso que celebrar. Actos de amor, y de profundo respeto, pequeñitos pero tan importantes, llenos de simbolismo y sentido que acontecen en el espacio más íntimo, en la cotidianidad, en el entorno más próximo, en ese que va de casa a la oficina y pasa por hacer la compra, el cole de los niños, el gimnasio, el parque, el bar a la vuelta de la esquina, que queda de vez en cuando con los amigos y a veces viaja y sueña de noche y de día, dormidas y despiertas. Ese microespacio en apariencia insignificante que es más real cuanto más pequeño y cuidado, ese jardincito mimado pero aún más relevante.
Reivindico por razones de género, y celebro a mi abuela, a mis hermanas, a mis amigas, a mis cuñadas, mi suegra, a mis sobrinas, a mis primas, a mis alumnas, mis maestras, mis escritoras, a las maestras de mis hijos, a las conocidas, a mis mujeres queridas. Reivindico algunos hombres buenos, compañeros. Reivindico por supuesto, a las madres. Que se hacen y deshacen irremediable y apasionadamente en la vida que engendran y alumbran, como el milagro que son, el misterio de la sangre. Y del fuego. A la mía. Cuyo vientre atravieso, golpe a golpe, una vez y al que siempre, verso a verso, en cada noche, en cada despertar, como metáfora del lugar del que provengo, de mi origen, del porqué, de mi fe, agradecida, regreso. Como destino del tiempo, como ejemplo, el espejo que me mira, como metáfora de la vida, de mi suerte, de la alegría de ser, la generosidad, de mi fin y la muerte, ojalá, serena y enamorada.
A mi hija, mi verdad, mi Celita del alma. Promesa, futuro, legado. Y la esperanza.
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